Regreso a casa
Cuando uno emprende su viaje interno, sucede que se siente como si se sale de nosotros mismos, en busca de una aventura. Tal como le pasa a Odiseo, que en su viaje de regreso a casa sufre una cantidad de inconvenientes. Al final se regresa, siempre se regresa.
El viaje a lo interno tiene que ver con la búsqueda de la identidad, de la misión y del propósito de la vida; nada fácil para quién apenas emprende el camino. Este viaje externo- interno, comienza en lo que somos en el momento de la toma de la decisión, donde la incertidumbre a abandonar la zona donde estamos protegidos y felices, sea necesario. Al salir, ya no hay retorno; nos entregamos al viaje, a la búsqueda de los mejores vientos y las rutas fantásticas.
Es el viaje que termina y comienza en nuestra infancia. ¿Qué hay allí tan importante que tengamos que regresar?. Pues ahí habita nuestro niño; aquel que según las circunstancias que le tocó vivir y sobrevivir, haya buscado herramientas, juicios, paradigmas y valores que lo hicieran seguir adelante. Es allí donde crece nuestro ego, aquella parte de nosotros mismos que nos induce a avanzar, que reconoce los peligros inminentes, y nos muestra a ser cauto, o a ser arrojado, de ser necesario. Es con el ego que avanzamos, paso a paso, hasta la adolescencia, la madurez y la vejez. Siempre al lado. El problema es, que sea parte de la toma de decisiones de hoy, aquel que tomaba decisiones de nuestro yo niño, cuando necesitaba protección, nuestra misma protección.
¿Qué papel juega el Ego hoy en día, cuando ya somos mayores y podemos hacernos cargo de lo que nos pasa, y salir cuando queramos de la zona de protección?
Claro, es que el yo protector, el pequeño profesor", crea castillos de piedra donde somos invencibles. Vivimos allí y desde allí, construimos mundos posibles. No es fácil entonces, cuando en ese viaje de ida a la infancia, que es un viaje de regreso también, debamos destruir fortalezas, desmantelar castillos, o desfundar juicios profundos. Allí es donde volvemos a ser niños desvalidos, nuevamente. Nos preguntamos:
¿por qué he desmantelado mi protección, aquella con la que crecimos, aquella que nos hizo hombres?.
Entre las piedras derruidas y desnudas, quizá podamos encontrar nuestras sombras si hurgamos bien. Para eso sirven las rocas rotas, para hurgar. Se trata de encontrar y abrazar las sombras y seguir buscando hasta que ya no quede casi fuerza. Con todo desmantelado, construimos los puentes y caminos que hagan falta, para el regreso a casa.
Pero el viaje no ha terminado. Ahora caminamos en ruta de piedra sólida acompañado con los miedos y las sombras, pero entendiendo que las luces están un poco mas lejos. Al igual que Odiseo, no será fácil, pues en cada etapa, nos encontraremos con nuestros grande juicios, construidos a través de los años; solo que esta vez nos encontramos solos. Jung los llamó los juicios malditos, aquellos que en cierta forma nos hacen ser lo que reconocemos que somos, pero que ahora, sin la protección del castillo, podamos comprender si los queremos o no.
En cada paso, en cada casa, en cada recuerdo, en cada rincón del camino, deberemos hurgar al igual que lo hicimos con las piedras, e ir limpiando de hojas secas y abrojos la ruta a seguir. Un camino ya mas limpio, recordado, ligero de caminar, al cual sabemos, podremos regresar cuando sea oportuno, nuevamente. A veces hay hierbas, que con las viejas costumbres, vuelven a crecer. Debemos estar claros en eso. Pero en alguna parte del camino empedrado, en el viaje de regreso, quizá lleguemos a sentir pesado el andar y descubrimos que el peso no solo se encuentra en lo que hemos construido al rededor de nosotros, sino que se encuentra en nosotros. Descubrimos entonces una pesada armadura de hierro y acero, que va desde los pies hasta el yelmo en la cabeza. Es allí donde debemos detener el andar y comenzar pieza por pieza, a quitar esa pesada carga.
Quizá comencemos por el yelmo, que nos permite ver y observar pero extraerlo, no es fácil. Mas difícil serán las otras piezas que con los años se han vuelto parte de nuestra piel. Debemos desgarrarlas, y duele. Duele en un dolor espiritual, no tangible, pero también se convierte en dolor físico. Nos desgarramos por fuera a la par que nos desagarramos por dentro. Pero hay una luz que ilumina la piel, y que ya la habíamos olvidado. Esa luz intensa que nos hace ser seres maravillosos, que nos cura las heridas; y nos cura el dolor, pues tenemos a las sombras abrazadas.
En ese momento mágico, volvemos a ser un solo ser. Vemos hacia atrás y vemos hacia adelante.Vemos el camino de regreso al niño y el camino de regreso a la casa. Vemos el camino andado y el que falta por andar. Un sudor cálido recorre nuestro cuerpo, una confianza nueva que no necesita las protecciones viejas. Es poder ver al ego y a sus sombras de frente, y comenzar a andar ya en paz, y en aceptación. El ego sabe ahora que va a hacer falta, cuando haga falta. El camino de regreso es mas pleno. Está construido de lo que somos, pero reconstruido. Ese el el maravilloso camino de regreso a casa.
Alberto
Cuando uno emprende su viaje interno, sucede que se siente como si se sale de nosotros mismos, en busca de una aventura. Tal como le pasa a Odiseo, que en su viaje de regreso a casa sufre una cantidad de inconvenientes. Al final se regresa, siempre se regresa.
El viaje a lo interno tiene que ver con la búsqueda de la identidad, de la misión y del propósito de la vida; nada fácil para quién apenas emprende el camino. Este viaje externo- interno, comienza en lo que somos en el momento de la toma de la decisión, donde la incertidumbre a abandonar la zona donde estamos protegidos y felices, sea necesario. Al salir, ya no hay retorno; nos entregamos al viaje, a la búsqueda de los mejores vientos y las rutas fantásticas.
Es el viaje que termina y comienza en nuestra infancia. ¿Qué hay allí tan importante que tengamos que regresar?. Pues ahí habita nuestro niño; aquel que según las circunstancias que le tocó vivir y sobrevivir, haya buscado herramientas, juicios, paradigmas y valores que lo hicieran seguir adelante. Es allí donde crece nuestro ego, aquella parte de nosotros mismos que nos induce a avanzar, que reconoce los peligros inminentes, y nos muestra a ser cauto, o a ser arrojado, de ser necesario. Es con el ego que avanzamos, paso a paso, hasta la adolescencia, la madurez y la vejez. Siempre al lado. El problema es, que sea parte de la toma de decisiones de hoy, aquel que tomaba decisiones de nuestro yo niño, cuando necesitaba protección, nuestra misma protección.
¿Qué papel juega el Ego hoy en día, cuando ya somos mayores y podemos hacernos cargo de lo que nos pasa, y salir cuando queramos de la zona de protección?
Claro, es que el yo protector, el pequeño profesor", crea castillos de piedra donde somos invencibles. Vivimos allí y desde allí, construimos mundos posibles. No es fácil entonces, cuando en ese viaje de ida a la infancia, que es un viaje de regreso también, debamos destruir fortalezas, desmantelar castillos, o desfundar juicios profundos. Allí es donde volvemos a ser niños desvalidos, nuevamente. Nos preguntamos:
¿por qué he desmantelado mi protección, aquella con la que crecimos, aquella que nos hizo hombres?.
Entre las piedras derruidas y desnudas, quizá podamos encontrar nuestras sombras si hurgamos bien. Para eso sirven las rocas rotas, para hurgar. Se trata de encontrar y abrazar las sombras y seguir buscando hasta que ya no quede casi fuerza. Con todo desmantelado, construimos los puentes y caminos que hagan falta, para el regreso a casa.
Pero el viaje no ha terminado. Ahora caminamos en ruta de piedra sólida acompañado con los miedos y las sombras, pero entendiendo que las luces están un poco mas lejos. Al igual que Odiseo, no será fácil, pues en cada etapa, nos encontraremos con nuestros grande juicios, construidos a través de los años; solo que esta vez nos encontramos solos. Jung los llamó los juicios malditos, aquellos que en cierta forma nos hacen ser lo que reconocemos que somos, pero que ahora, sin la protección del castillo, podamos comprender si los queremos o no.
En cada paso, en cada casa, en cada recuerdo, en cada rincón del camino, deberemos hurgar al igual que lo hicimos con las piedras, e ir limpiando de hojas secas y abrojos la ruta a seguir. Un camino ya mas limpio, recordado, ligero de caminar, al cual sabemos, podremos regresar cuando sea oportuno, nuevamente. A veces hay hierbas, que con las viejas costumbres, vuelven a crecer. Debemos estar claros en eso. Pero en alguna parte del camino empedrado, en el viaje de regreso, quizá lleguemos a sentir pesado el andar y descubrimos que el peso no solo se encuentra en lo que hemos construido al rededor de nosotros, sino que se encuentra en nosotros. Descubrimos entonces una pesada armadura de hierro y acero, que va desde los pies hasta el yelmo en la cabeza. Es allí donde debemos detener el andar y comenzar pieza por pieza, a quitar esa pesada carga.
Quizá comencemos por el yelmo, que nos permite ver y observar pero extraerlo, no es fácil. Mas difícil serán las otras piezas que con los años se han vuelto parte de nuestra piel. Debemos desgarrarlas, y duele. Duele en un dolor espiritual, no tangible, pero también se convierte en dolor físico. Nos desgarramos por fuera a la par que nos desagarramos por dentro. Pero hay una luz que ilumina la piel, y que ya la habíamos olvidado. Esa luz intensa que nos hace ser seres maravillosos, que nos cura las heridas; y nos cura el dolor, pues tenemos a las sombras abrazadas.
En ese momento mágico, volvemos a ser un solo ser. Vemos hacia atrás y vemos hacia adelante.Vemos el camino de regreso al niño y el camino de regreso a la casa. Vemos el camino andado y el que falta por andar. Un sudor cálido recorre nuestro cuerpo, una confianza nueva que no necesita las protecciones viejas. Es poder ver al ego y a sus sombras de frente, y comenzar a andar ya en paz, y en aceptación. El ego sabe ahora que va a hacer falta, cuando haga falta. El camino de regreso es mas pleno. Está construido de lo que somos, pero reconstruido. Ese el el maravilloso camino de regreso a casa.
Alberto
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